30.11.06

Efemérides

Hoy es nuestro día. Hoy nos toca celebrar por la profesión y, sobretodo, por las amistades y la fraternidad que este oficio nos ha dejado.

Para mis amigas y amigos que trabajan en las fábricas de noticias –maquilas, diría yo-; para quienes deambulan por los pasillos de Palacio Nacional y el Congreso, para quienes hacen periodismo responsable… ¡Salud!

Para los que estuvimos alguna vez en una sala de redacción y que salimos un tanto desencantados de lo que ahí vivimos… ¡Salud!

Y para los periodistas que, más que colegas son mis amigos; para los que tenemos un espacio en la mesita sagrada de las Cien Puertas. Para mi otra familia que son ustedes, muchá… ¡Salud!

29.11.06

Mi compañera

Cómo me cuesta soportarla. Ha sido ella con la que más tiempo he durado, pero a veces es tan sofocante, tan terca, tan incisiva, que me harta. En ocasiones prefiero venir tarde a casa con tal de compartir con ella lo menos posible. Dos palabras y ya, sin más.

Cuando vuelvo borracho funciona de maravilla. Sólo cierro la puerta, me meto en la cama y sin decirle una palabra, sin dedicarle una mirada, le doy la espalda.

Otras veces, tras echar llave al portón, me siento directamente frente a la computadora. Doy la cara al trabajo pendiente y me distraigo. Al verme ocupado, se aleja y me deja en paz.

Pero también suceden días en los que me toca verla a los ojos. La enfrento y convivo con ella sin ningún problema hoy, mañana a regañadientes. Depende qué tanto le agarre por joderme. Come a mi lado, ve televisión conmigo. Duerme junto a mí sin roncar, sin hacer un solo ruido.

Es tan miserable por momentos que, de tanto restregar en mi cara la realidad, caigo en sus provocaciones. Y es entonces cuando me da por desenterrar pasados, por hacer posibles imposibles, por creer que todavía la otra, esa que estuvo antes de ella, sigue ahí.

Ya conozco su reacción. Simplemente se sienta y me observa. Espera. Me ve hacer el ridículo cuando despierto a la nostalgia. Mis desafíos construidos de esperanzas no la inmutan, y se ríe mientras en mi cama entra cualquiera, la de siempre, la que me da o me dé, pues sabe que ni ella, ni la que estuvo antes, son capaces de quitarle su lugar.

Me quejo mucho, sí, pero también es cierto que la quiero. A pesar de todo, es ella la única que me deja ser, la única que me deja soñar. Es mi cómplice y mi confidente. No reclama por mi música ni por el volumen. No critica mis hábitos alimenticios, ni mi dejadez con la ropa sucia. Ella sabe en quién pienso al despertar y antes de dormir. Cuando se acuesta a mi lado pone su cabeza en mi pecho, y comparte mis lecturas. Me hace pensar. Me escucha y aconseja. Luego me abraza y me da paz. Me ayuda a dormir.

No sé cuánto tiempo más se quedará; si sólo está guardando el espacio o si permanecerá conmigo para compartir lo que me reste de triunfos y fracasos. Lo cierto es que ella, para bien o para mal, es mi compañera.

21.11.06

Burbujas, cómodas burbujas

El frío empezó a sentirse recién el domingo último. Pasaban poquitos minutos después de las seis y ahí estaba yo, cruzando sin mirar hacia abajo la pasarela del Tikal Futura y el viento fuerte de la mañana. Dejé mi carro en el estacionamiento 24 horas del edificio. Iba rumbo a Quiché y se hizo tan tarde, que era imposible que llegaran por mí a casa.

Al otro lado de la Roosevelt, un movimiento de personas y cierto ambiente de estrés me recibieron. Guardias de seguridad, albañiles, barredores, jornaleros, trabajadores de maquila, repartidores de comida rápida, y uno que otro viajero. Los oficios más agotadores, más indeseables, más humildes; todos ahí representados. Todos esperando con ansias la camioneta de parrilla, todos prestos a iniciar su jornada.

El ajetreo que se vivía en la parada contrastaba con la quietud de la calzada, que normalmente se encuentra atiborrada de vehículos, a esa hora, entre semana. Pero no, hoy no. Todos los que tienen un trabajo “normal”, de esos de 8 a 5, seguro están empezando a prepararse para ir a misa o al servicio con Cash Luna. Otros ya habrán tomado la bicicleta o trotan en las calles aledañas a su colonia. Y estarán también aquellos que no piensan en levantarse aún, pues la borrachera y la parranda recién han concluido.

Y ahí están los sencillos, a las seis de la mañana, ya listos. Aún temblorosos por los palanganazos de agua fría que los hicieron despertar, pero ahí están, aglomerándose en el puesto de comida de una familia indígena. La más pequeña, con cara de sueño y sin ningún papel definido en el negocio, espera los requerimientos de cualquiera de las otras mujeres. Ofrecían panes con huevo y frijoles, con chile, con pollo, con jamón. Había huevos duros, pan francés recién hecho y atol, creo que arroz en leche. Por supuesto, no faltaba Nuestro Diario.

Pensar que cada mañana de sus vidas puede no cambiar, que su rutina corre el riesgo de ser la misma, pues si pierden eso poco que tienen lo pierden todo y no les queda más que la fe, la resignación, o la opción de robar, me llena de impotencia. Pensar que ellos son como uno, que no tenemos diferencias, y sin embargo, me siento diferente. Todo eso me frustra, y me sucede cada vez que la burbuja en la que vivo se topa con las facetas de la Guatemala verdadera.

Yo también iba a trabajar, mas no por subsistencia. Yo iba a Quiché a donar mi tiempo y mi esfuerzo por un proyecto en el que creo. Ellos, en cambio, no tienen tiempo para soñar.

El ocio es un derecho, una necesidad, pero cómo desilusiona admitir que, para muchos, la posibilidad de descansar, de levantarse tarde, de echar la hueva un domingo, simplemente no cabe, no encaja.

Si cada cabeza es un mundo, yo agregaría que cada ser humano tiene a ese mundo metido en una burbuja. Esa burbuja integra las cosas que uno tiene, así como los propios pensamientos, los propios dogmas. En consecuencia esa burbuja se vuelve espacio cómodo, en donde uno se siente coherente y bien por lo que se hace. Pero la burbuja tiene sus fronteras, que llegan hasta donde existen realidades que da miedo enfrentar, que cuesta reconocer.

Uno critica tanto a los fresas que se aíslan en su burbuja de confort y alienación, y se refieren a este país con criterios ingenuos, vacíos y muchas veces estúpidos. Los criticamos por no atreverse a conocer la realidad, cuando a veces la Guatemala verdadera está del otro lado de la ventana de nuestros autos. Del otro lado de la calle.

Yo me siento responsable.

(Corte comercial)

Habiendo recibido la categoría de arcángel, Satanás se volvió muy desagradable y finalmente fue expulsado del Paraíso. A mitad de camino en su caída se detuvo, reflexionó un instante y volvió.

-Quiero pedir un favor- dijo.
-¿Cuál?
-Tengo entendido que el hombre está a punto de crearse. Necesitará leyes.
-¡Qué dices miserable! Tú, su enemigo señalado, destinado a odiar su alma desde los albores de la eternidad, ¿tú pretendes hacer sus leyes?
-Perdón. Lo único que pido, es que las haga él mismo.

Y así se ordenó.

20.11.06

Necio

Yo no soltaré de la mano a mis anhelos, por más que lo intenten. No van a matarme la moral, aunque no sean perros sino balas las que anuncian que avanzamos.

Vivo. Mi amor por vos, Guatemala, vivo hasta mi muerte.

Idiotas. No entienden que mientras más intimiden, más necios, más aferrados; más comprometidos.

Porque esto no es por mí, de verdad que es por todos –o por la mayoría-; por ella, por la pequeña patria mía, por este paisito de mierda: por esta mierda que yo amo.

Por vos, Guatemala, mi vida no será de paso. No será fracaso. Aún los desencantos, en medio de la mierda, aquí me quedo.

No puedo siquiera suponer tu dolor, Pero tu dolor no es sólo tuyo. También se volvió nuestro. No puedo siquiera concebir tu ira, pero es aquí, aquí dentro, donde hay que dar la lucha.

El camino es para allá.

Yo no soltaré de la mano a mis anhelos. Sé que vos tampoco.

José Carlos, aquí estamos.

17.11.06

Desafiando al mito

Que todos se levanten, que se llame a todos, que no haya un grupo ni dos grupos de entre nosotros que se quede atrás de los demás (Adrián Recinos: 124).

Esta célebre, sacra e ilustremente trillada frase del Popol Vuh, ha sido por años el eslogan perfecto para movimientos sociales, grupos progresistas, partidos y gobiernos, como un llamado a la unidad.

¿Cuántas veces, mientras la escuchábamos mencionar en nuestros primeros andares, no sentimos el deseo de ensanchar el pecho, ver hacia delante y gritar a la Patria que nos vamos juntos a caminar, como dice Otto René Castillo?

Lo cierto es que esta frase, aunque verídica, está sacada completamente de contexto.

El relato sagrado de los quichés menciona que, luego de haber sido moldeados los primeros cuatro hombres de maíz (Balam Quitzé, Balam Acab, Mahacutaj, e Iqui Balam), éstos se dedicaron a secuestrar en las veredas a pobladores de otras tribus, para sacrificarlos ante Tohil y Avilix. Después regaban la sangre y ponían la cabeza por separado en el camino. Y decían las tribus: “el tigre se los comió”. Y lo decían así porque eran como pisadas de tigre las huellas que dejaban, aunque ellos no se mostraban (AR: 122).

Sin embargo, continúa el Popol Vuh, los cuatro Balameb’ fueron vistos a la orilla del río, y cuando eran sorprendidos desaparecían mágicamente. Fue por ello que las tribus celebraron consejo, y acordaron que todos se levanten, que nadie se quede atrás.

Los pueblos se unieron, ciertamente, mas no para avanzar juntos por la ruta de la paz y la conciliación. Lo hicieron sólo para capturar y matar a los primeros cuatro hijos del Creador y Formador, que de plano andaban mal portados.

¿Qué tal?

16.11.06

Perro testimonio

Sé que fui yo quien dio las razones para adquirir tan jodida fama. Mi rabo se movía instantáneamente, ante cualquier mujer a la que yo le cayera en gracia. Sin embargo, creo que se apresuraron con el mote; al menos en esa etapa de mi vida.

Yo no era perro, era un cachorro.

Había finalizado la relación más larga que tuve hasta hoy. Muchas culpas e interminables “hubieran” atormentaban mi cabeza todos los días. Ese sentimiento desgraciado de nostalgia, y quizás de arrepentimiento, me hacía recordar que ya no estaba, que había encontrado a alguien más. Entonces, más por amargura, por desconsuelo, jugué a ser perro, a lo salvaje y descarado.

No sabía cómo hacerle. Sólo suponía que debía acercarme sin importar las consecuencias, sin pensar en los daños, sin sopesar los no como respuesta.

¿Clavos? Muchísimos. La mayoría cometidos por la valentía que provoca el sagrado guaro. Pero también coseché una buena cantidad de sonrojos estando sobrio. En pocas palabras, como perro era un desastre.

Con el tiempo las cosas fueron mejor. Los no empezaron a disminuir. El cachorrito inexperto ya había cosechado experiencias suficientes como para intentar otras tácticas que funcionaron.

Ya era un perro. Lo había logrado y estaba orgulloso. Me complacía que mis amigos, mis amigas y mis amiguitas lo admitieran.

Me entretuve, cierto es, pero siempre acarreaba un problema: aún la tenía atravesada. Su fantasma hacía ahogarme, como el pequinés que de niño creció en mi patio y que casi se muere por uno de esos huesitos ya chupados, que le llevábamos con cariño después de nuestra visita al Campero de la Calle Martí.

Recuerdo que sobreviví con el hueso atravesado, al menos, un par de años. Hasta que apareció ella. Una nica me hizo expulsar el hueso de la garganta, de golpe. Y fue capaz de producir sentimientos tan intensos, que pude hacer a un lado mi ególatra entretención, justo cuando estaba en mis mejores momentos.

Mas lo perro no fue lo único a lo cual renuncié. Por ella dejé más. Por ella lo dejé todo, y me fui. A comer mierda, pero me fui.

Cuando volví quise retomar la práctica, y me fue de la patada. Venía lastimado por el espejismo, y el amor propio, que se raspaba con el suelo, hacía pesado el caminar. Literalmente me fue como perro en feria. Quizás en ese momento me alcanzó el postclásico tardío. Ya ninguna me pelaba; ya ninguna quería estar conmigo.

Ahí empezó a construirse una comunicación genuina con los perros de a de veras, con los que dicen guau... con los de la calle, los que juguetean libremente en San Pedro la Laguna, los que conviven en armonía con las palomas del parque San Sebastián; con los apaleados y asustados de las plazas cercanas a donde se realizan los mítines. Se forjó un imán casi natural con ellos: me buscan y los busco.

La puesta en práctica de una teoría un tanto maquiavélica –no alevosa- hizo terminar mi época de vacas flacas. Comencé de nuevo, pero más pronto que tarde me aburrí. Las mujeres volteaban a ver nuevamente, pero ya no quise seguir con el juego. Ya no las busco, ya no las asedio. Me cansé, me empalagué... no lo sé. Lo cierto es que no quise más de lo mismo.

Finalmente aprendí a coexistir con la soledad, esa a la que tanto reproché y que ha sido la única que, al final, ha estado conmigo en todo momento: en las buenas y en las malas, en la salud y en la enfermedad; en la prosperidad y en los días adversos. Hoy duermo con ella sin patearla. Hoy, al despertar, le doy los buenos días.

En mi corazón la temporada de huracanes se extendió más de la cuenta. Ahora finalmente predomina la paz. Ya no soy tan perro, insisto, pero no me creen. Pasan a mi lado y las dejo continuar sin más, sin detenerlas. Sólo levanto las orejas, agudizo el olfato y muevo la cola cuando alguna silueta fuerte aparece y me hace pensar que puede valer la pena caminar a su lado, que puede valer la pena crecer con ella, que puede valer la pena intentarlo.

Aprendí a dejar de jadear, a quedarme quieto. Hoy soy capaz de reposar frente al mar y ver el horizonte. No me interesa aguardar, pero no pierdo la esperanza de que, un día, la marea finalmente me la traiga.

15.11.06

Mi experiencia con el Chelito

Era mi primer publicación como integrante formal del equipo de redacción de la revista Magazine. La noticia de un niño de 13 años que había asesinado a un agente de la DEA en Honduras llamó la atención de los editores de La Prensa, en una Nicaragua que, aunque registra índices de inseguridad, es un país tranquilo en comparación con el resto de naciones centroamericanas.

Se me plantea el reto de viajar a Tegucigalpa y conseguir una entrevista con el niño, al cual llamaban “El Siniestro”. Cuando hice periodismo en Guatemala la nota roja no era necesariamente lo que más me gustaba cubrir. Sin embargo, la oportunidad que se me presentaba para desempolvar el ejercicio de la profesión, en la práctica, en el campo, me hizo aceptar.

La construcción del reportaje inició en la sala de redacción del periódico. Se realizaron llamadas telefónicas a la Secretaría de Seguridad y a la Policía de Honduras. Al principio, causó extrañeza que un diario nicaragüense deseara profundizar en un tema concerniente al país vecino. En general, ni en Honduras ni en el resto de Centroamérica se percibe un interés real por divulgar lo que sucede en nuestros países. Luego de algunos titubeos, dudas y cuestionamientos planteados por nuestras potenciales fuentes, aceptaron apoyarnos.

Llegamos a Tegucigalpa un lunes. Teníamos hasta el viernes para conseguir alguna declaración del Chelito. Ya nos habían advertido que al niño le caían peor los periodistas que los mismos policías. De hecho, la prensa local prefería no acercársele, luego de que obtuvieron las únicas declaraciones que, hasta entonces, se le conocían. Cuando fue capturado tras el asesinato del agente de la DEA, Timothy Michael Markey, el Chelito gritó que sólo estaba “esperando salir de la cárcel para chupar la sangre a los jueces y matar a todos los periodistas”. La peligrosidad que funcionarios, policías y la misma ciudadanía le otorgaban, hacían que los medios de comunicación hondureños optaran por abordar el tema de lejos.

A las afueras de la capital se ubica el centro preventivo para menores de edad llamado Renaciendo. Antes de ingresar a la correccional, un funcionario buscó al Chelito para preguntarle si estaba dispuesto a dar la entrevista. Aunque sabíamos que las posibilidades eran pocas, aceptó.

Nos acercamos casi de forma reverencial, pues la fama de su peligrosidad intimidaba. Mas, cuando lo vimos, pensamos que no era para tanto. Era un niño. Tenía mirada inocente. Parecía como si lo acababan de regañar. Y, sin embargo, estaba engrilletado de las manos.

Mientras Orlando Valenzuela, reportero gráfico de Magazine, hacía fotos al preventivo y a la celda construida especialmente para el Chelito, aproveché para entablar una conversación honesta con él, fuera de grabación. Le planteé que queríamos escuchar su versión, que sabíamos que los medios hondureños lo habían prácticamente juzgado y condenado, sin que le dieran el chance, al menos, de expresar su versión de los hechos.

Cuando le dije que veníamos de un diario nicaragüense, dudó un poco, pues mi acento delataba mi origen. “Vos sos chapín”, me dijo. “Dejate de pajas”. Luego de explicarle, asentó con la cabeza y entendí que podíamos iniciar la entrevista.

El Chelito estaba aprendiendo de nuevo a leer y a escribir, pues abandonó los estudios en primero primaria. Por ello, junto a él tenía unos cuadernos en los que hacía planas, y en sus manos un lápiz y un sacapuntas.

Casi nunca me miró a los ojos, y cuando lo hacía, era porque le desagradaban las preguntas que le planteaba. Cuando me veía de esa forma, la mirada ya no parecía tan inocente. Se notaba que tenía fuerza, agilidad, astucia... y mucha rabia. La cámara fotográfica lo tenía nervioso. No quería fotos, pero nosotros necesitábamos documentar gráficamente que estuvimos ahí.

Cuando las preguntas empezaban a abordar temas más delicados, el tono de su voz subía, así como la fuerza con la que apretaba el lápiz. Su enfado empezó a notarse cuando, incansablemente, insistía en sacarle punta. “No te estoy juzgando”, le decía. “Sólo decime si lo que dicen en tu contra es cierto o no. Tranquilo mano, tranquilo”, le insistí. Ahí fue cuando esa herramienta de aprendizaje empezó a parecerme un arma de ataque, en manos de un niño que ya no parecía para nada inofensivo. Y lo tenía de frente. Él sentado y yo de pie, reclinado hacia él, sosteniéndome en uno de los brazos de la silla donde estaba.

Escuchó el clic de la cámara, aun cuando el fotógrafo estaba a una distancia considerable. Valenzuela trataba de sacarle una foto por el medio de las piernas de un guardia de seguridad. El Chelito inmediatamente se puso de pie. Yo di dos pasos para atrás, lo suficiente largos como para separarme algunos metros de él. Empezó a gritar y a recriminar por la cámara. Un grupo de policías lo retuvo y lo llevó de inmediato a su celda. Otros agentes nos pidieron que nos retiráramos inmediatamente del lugar, pues no querían tener problemas con el Chelito. Sin dudarlo, nos fuimos.

Ahí nos dimos cuenta que era cierto que hasta las mismas fuerzas de seguridad le tenían respeto. Preferían que estuviera calmado, a que continuáramos haciéndole preguntas. Al llegar a Tegucigalpa, un poco más relajados, quisimos contar nuestra experiencia al taxista que nos llevaba al Centro Histórico. De inmediato puso cara de susto, y lo primero que nos dijo fue: “¿no les hizo nada?”