4.1.07

¡Qué vacaciones!

Es fregado cuando las fechas de fin de año no representan para uno mayor cosa. Años atrás yo solía ofrecerme voluntariamente a trabajar, mientras todo mundo se dedicaba a pensar en regalos y demás vanidades... perdón, quise decir navidades.

Pero desde hace varios años, las semanas de descanso en diciembre para mí han sido forzadas. En consecuencia, las he utilizado para compartir con amigos y seres queridos al tenor de la agüita atarantadora, y también para viajar. Esta vez, además, quería descansar: desconectarme por completo de mis dos oficios y crecer en la vagancia; en la divagación.

La primer semana, antes de Navidad, tuve oportunidad de dormir hasta tarde y de vagabundear por mi casa sin bañarme. Sin embargo, algunas urgencias se presentaron, y no tuve más remedio que ponerme, otra vez, la camiseta partidaria. Sin querer resulté ahí, ofreciéndome, otra vez y voluntariamente, para hacerme cargo de una actividad muy importante, que requería de toda mi atención y presencia.

Y así terminé en Nebaj, un lugar al norte del Quiché que conocí diez años atrás, y que dejó en mí profundas huellas de conciencia. En este pueblo del Área Ixil empezó mi acercamiento con la cultura de los pueblos originarios de esta pequeña patria mía. Compartir con sus ancianos, sus hombres y mujeres es para mí un verdadero privilegio. Por eso, la opción de pasar cinco días en tierras ixiles, entre Navidad y Año Nuevo, no me disgustó en lo absoluto.

De entrada, el viaje fue una aventura. Las nubes eran tan densas, que el helicóptero que iba a dejarme no pudo llegar más allá de San Pedro Jocopilas. Así que dio vuelta y aterrizó en Santa Cruz del Quiché, a dos horas de camino por tierra de Nebaj.

Me llevaron a la terminal y ahí abordé a un pequeño autobús. Mi desayuno: unas tortillas con carne y una Orange Crush. Pesado, sí, pero fue lo más cercano que encontré a un pan con huevo y jugo de naranja. ¿Qué le iba yo a hacer?

En el viaje conocí la música de los mentados “Capaz de la Sierra”, y pude hasta tararear alguno que otro tema de Los Bukis.

Al llegar a Nebaj me topé con un frío terrible. Eran alrededor de las 11 de la mañana, pero estaba tan gris que más parecían las 4 de la tarde. Andar sin guantes y bufanda era un atentado. Y como era 26, me topé con una práctica tradicional muy particular: la corrida del Niño Dios.

Esta costumbre consiste básicamente en correr por las calles del pueblo, cargando en hombros una pequeña andarilla que porta al Niño Jesús. Y aunque lo que se ve es ciertamente una imagen rústica que representa al hijo de José y María, esta tradición tiene poco que ver con la fe cristiana. Lo que los cofrades en verdad están haciendo es celebrar la llegada del solsticio de invierno, que fue el pasado 21 de diciembre. El Niño Dios, en consecuencia, representa al Padre Sol, al Aq’ab’al, y es llevado a los hogares de los vecinos para que ilumine sus tierras y les permita generar buenas cosechas.

La severidad del frío me hizo entender, en parte, porqué los cofrades siempre se echan un trago de aguardiente en cada casa que visitan. Yo lo hice en la noche, pues aún con guantes puestos, tenía los dedos entumecidos. Dibujaba nubes con mi aliento, y creo que tenía congelados hasta los pensamientos. En una pequeña tienda me ofrecieron cusha compuesta. Es la clásica aguardiente producida con maíz, pero combinada con distintas frutas. Hasta cardamomo dicen que tenía. Un octavo fue suficiente para retomar la temperatura, el color y el entusiasmo.

Y así pasaron los días. Trabajé mucho, sí, pero también lo disfruté. Ojalá así fuera siempre. Regresaba al hotel tan cansado, pero tan contento, que fui capaz, por primera vez en mucho tiempo, de meterme a la cama a las nueve y dormir profundamente. A pesar del trabajo, descansé.